Cállate

Por: José Manuel Ansareo Menéndez                    Fotografía por: José Manuel Ansareo Menéndez

Justo antes de que terminara de gritarme decidí responderle: – “¡Cállate! ¿Es que no lo entiendes?”. En ese momento se me quedó viendo fijamente; sus ojos denotaban incertidumbre, miedo, un dolor que solo una madre puede tener cuando su hijo la desconoce; en ese momento con lágrimas en los ojos, decidió hacer lo único que se podía hacer en una situación así. Mé dejo ir: Sólo, confundido, asustado… Sin saber cómo es que sobreviviría el frio invierno.

Yo me preguntaba: – “¿Acaso es que dije algo malo? O ¿es que ‘Mi madre’ esta loca?”. La verdad es que yo fui un arrogante el cual despreció lo único que era seguro en su vida, La familia, y es que no lo vi al instante, sino que lo viví en carne propia los días siguientes… Nunca olvidare como me miraban mientras yo lloraba fervientemente, como me despreciaban con su pena, con su misericordia; con los valores de los que tanto alardean en las sobremesas de la comida, días después de haber salido del nido en el que fui criado, el infame interés personal de ajenos me quitó toda la inocencia que tenía, y no es que fuera poca, al contrario, si de algo yo disfrutaba era de pensar que la gente era caritativa, pero me di cuenta de que no es así; la vida es más dura de lo que uno piensa.

Nunca me creerán, pero lo que me salvo de muchos malos tragos, más de los que ya había vivido, fue un niño de cinco años, el cual manejaba las calles como si fueran las líneas de su mano. Era el titiritero de la zona, con tan poca edad había logrado controlar a la gente y ser respetado. Por otra parte, yo solo era un tipo simpático el cual cayo en brazos de ese niño desamparado, el cual gracias a un toque de fanfarronería y una cucharada de carisma me mantuvo a su lado como su trofeo, como su juguete personal, su muñeco de acción, su coleccionable.

Al cabo de unas semanas, había aprendido como es que uno se debía mover en las calles, como hablar, como mimetizarte con el ambiente; como pasar desapercibido ante la gente que ve hacia el cielo con su barbilla, me había convertido en un zorro, y no cualquier tipo de zorro, sino uno que dejo su vida de duques, para transformarse en un sabueso de presas para “La zona” (así le llamé al barrio en el que me desenvolvía). 

Me habré vuelto una piedra angular dentro de ese lugar, y esto se debe a cómo es que podía hablar con la gente de “arriba”. Con el pasar del tiempo me gane mi nombre, me había vuelto uno con ellos, me habían aceptado en su manada, pero la ironía de la vida no me permitiría ganar; tenía que demostrarme que todo esto era una lección de vida, y es que un día me agarro la policía, me habían despojado de mi zona de confort y me llevaron al lugar donde tomaría mi epifanía con el destino.

Ahí estaba, petrificado, no sabía si llorar o reír… Era mi madre, estaba sonriendo, por fin me había encontrado, su retoño había regresado con ella y lo peor de todo es que sí, si había regresado con ella. La abracé y me disculpé, ésas fueron mis últimas palabras antes de aceptar mi sangre como mía y no solo como un medio. Si de algo me había dado cuenta es que la calle no es para todos, la calle es para la gente que niega su sangre, la gente que no tiene nada que perder, es para esa muchedumbre que busca un sentido en su vida, pero ves en el reflejo de sus ojos que no hay vida…

Y es que en la calle solo hay tumbas

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